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vez, hasta se animó á entrar en el comedor. No había nadie en la casa, nada más que, en el dormitorio, la estatuita de la Virgen entre dos velas; y ¿quién sabe por qué sería? volvió á salir el potrillo, disparando por el patio, y ganó campo por la tranquera abierta. Desde entonces no se acercó ya tanto á las piezas, y se ponía muy inquieto cuando le hacían entrar en el patio.

El niño, Antonito, por supuesto, lo quería mucho, y cuando el padre, sujetándolo, lo sentaba encima, eran unas risas, una alegría sin par.

El tiempo iba pasando y parecían crecer uno para el otro. El muchacho ya empezaba å treparse sobre el petizo, agarrándose de la crin con las manos, y de la mano del petizo con las piernas. En poco tiempo, una vez que hubo logrado sentarse encima sin ayuda, aprendió á trotar y á galopar, prestándose el petizo, con la mejor voluntad, á todos sus deseos, con movimientos tan suaves que nunca le hacía caer.

Una tarde vió don Antonio que la majada estaba á punto de mixturarse con la del vecino, y que su caballo, habiéndose desatado del palenque, andaba suelto como & media cuadra; el peligro era tan inminente que le gritó & Antonito:

—¡A ver, chiquilín, si eres hombre; corre con el petizo á atajar la majada!

El chiquilín no se lo hizo decir dos veces, y, animando al petizo con los taloncitos desnudos, salió. Sin que ni él mismo, ni el padre se diesen bien cuenta de cómo andaría, en menos de un segundo estaba entre las dos majadas que ya se venían balando como convidándose al suavísimo placer de embromar con una mixtura á sus respectivos amos.

Lo cierto es que el padre tardó mucho más en