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recuperar el mancarrón, y cuando se juntó con Antonito, hacía tiempo que, como el mejor de los peones, éste, á gritos, había separado las ovejas y retirado la majada. El padre lo felicitó, y le dijo que ya podía volver al puesto; pero quedó, esta vez, algo más que admirado, estupefacto, al ver que en un abrir y cerrar de ojos, el petizo había llegado al palenque con su jinetito. No lo había visto galopar, menos lo había visto volar, no había tenido tiempo siquiera de verlo salir ¡y estaba, allá, en las casas, parado ya cerca del palenque! y acordándose de la procedencia del petizo, ya no dudó de que su huésped había sido el mismo Mandinga, pero el Mandinga bueno, generoso, que suele divertirse, á veces, cuando no le han hecho enojarse, en dejar regalos á los gauchos pobres.

El día siguiente, por la mañana, quiso él mismo probar el petizo, y lo ensilló para ir en él á recoger la manada. Montó, apretó las rodillas, y aflojándole la rienda, lo empujó adelante por hábil movimiento del cuerpo, pero no se movió el animal; extrañó don Antonio y le dió un talonazo; inocente el talonazo, pues estaba de alpargatas; pero mejor hubiera sido que lo pensara antes, pues el corcoveo fué tan fuerte y tan inesperado, que casi lo voltea. Asimismo, don Antonio no reflexionó todavía que todos los caballos no son iguales y le pegó un rebencazo. No le dió dos; no tuvo tiempo, pues estuvo en el suelo, en el acto. Y recién se acordó que el gaucho, al dárselo para el muchacho, le había dicho que, «á él, le había de prestar servicios.»

Para cerciorarse de si efectivamente era así, llanó á Antonito y le dijo:

—Andáte á traer la manada, con el petizo.