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El muchacho montó, y apenas hubo montado que desapareció con el caballo; y todavía no había vuelto don Antonio de su admiración, cuando ya estaba encerrada en el corral la manada traída por su hijo.

Don Antonio no se volvió loco porque tenía buena cabeza, pero quedó un buen rato como abombado, sin saber si debía alegrarse por la suerte de poseer su hijo semejante alhaja, ó inquietarse por lo que le podría traer esa brujería. Todo bien pensado, resolvió no decirle nada á la mujer, porque seguramente ésta le hubiera salido con que la virgencita de yeso le estaba haciendo señales y removiendo los ojos; y lo hubiera quizá obligado á matar el petizo; un disparate, pues, aunque de Mandinga, semejante regalo no es cosa de todos los días.

Ya, por supuesto, no dudaba don Antonio de las maravillosas condiciones del petizo overo; pero, asimismo, las quiso otra vez probar, no por sí mismo, pues ya sabía lo que le costaría, sino mandando á Antonito, hasta lo de su tía, doña Teresa, cuyo puesto quedaba á más de dos leguas de distancia. Apuntó en un papel la hora exacta de la salida del muchacho, y le dió otro nara tía Teresa, rogándole á ésta se lo devolviera, mar ando la hora en que hubiera llegado el chico y la hora de su salida.

Era la una y cuarto. A las dos, estaba de vuelta Antonito, con el apunte de doña Teresa, el cual decía: «Llegó á la una y cuarto, salió á las dos» ; de modo que había hecho el viaje, tanto á la ida como á la vuelta, en tiempo tan corto, que no se podía apreciar.

—Pues hijo—exclamó el padre al leer esto,—tu petizo es una fortuna.

Efectivamente, y tanto más, cuanto que no sola-