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mente viajaba el muchacho más ligero que el viento, sino que lo mismo que él andaba todo animal, todo trozo de hacienda que arrease. A pesar de no ser más que un niño, cuidaba él la majada, las vacas y la manada con pasmosa facilidad, pues con sólo pensar en ir á verlas, montado en el petizo, se encontraba cerca de ellas; para traerlas al corral, no precisaba llevar arreador; bastaba un grito, y, sin saber cómo estaban entrando en el corral todos los animales, sin que hubiera un solo rezagado, ni por resabio, ni por mancura. Si algún animal se había mandado mudar, le bastaba á Antonito montar en el overo y desear ir á donde estuviera el extraviado, para que sin moverse, se puede decir, se hallara de repente en el sitio menos pensado, donde se escondía el animal, fuera pajonal espeso ó majada con la cual se había mixturado, ó rodeo con que se había juntado.

No dejaron, por supuesto, de sucederle á Antonito, en ciertas ocasiones, unas cuantas aventuras, entre graciosas y dramáticas.

Pronto se había sabido por la vecindad, y también mucho más allá, los servicios que con su maravilloso overo podía prestar el muchacho; y los estancieros, cuando les faltaban animales, en vez de recurrir á la policía, que á veces no sabe, no puede ó no quiere, iban á tratar con don Antonio, pagándole un tanto por cabeza recuperada. Antonito ensillaba el petizo overo y bien pronto estaba de vuelta con el arreo, con gran satisfacción del dueño de la hacienda... y de don Antonio, ya en vías de ponerse rico.

En general, poco peligro corría Antonito en estas expediciones; pues muchas veces los animales no