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eran más que extraviados y se los encontraba paciendo fuera de la querencia; otras veces, aunque hubieran sido robados, los sacaba sin dificultad del corraló del campo donde los tenían guardados y se los arreaba; pero, una vez, unos cuatreros que se habían robado una gran punta de vacas y la llevaban, dispuestos á pelear para conservarla, aunque fuera—y así lo decían ellos, porque ya habían oído hablar de Antonito y de sus hazañas,—contra el muchacho del petizo overo, quisieron hacerle armas cuando lo vieron aparecer. Pero Antonito, atropellándolos, con un grito los arreó como si hubieran sido tropilla, y de modo tan lindo, que en menos de un segundo los tenía, todavía con el cuchillo en la mano, en el mismo patio interior de la policía del pueblo más cercano. Allí los dejó, después de haber explicado al comisario por qué los traía; y como eran bandidos conocidos, éste los hizo encerrar.

El muchacho era muy deseoso de aprender, pero la escuela quedaba como á diez leguas del puesto; asimismo pudo ir todos los días y volver á su casa, sin el menor tropiezo, y se admiraban todos los niños de que, viviendo él tan lejos, pudiera así seguir las clases.

—Es que el overo es muy guapo—decía él. Y no faltaron muchachos que tuvieran la provechosa idea de robarle el petizo.

Pero robar el petizo, solamente en apariencia, era cosa fácil. Quedaba atado en un poste, cerca de la vereda, durante las tres ó cuatro horas que Antonito pasaba en la escuela, y no era muy difícil, por supuesto, desatar el cabestro y montar. Pero el primero que se atrevió á hacerlo quedo realmente muy poco tiempo encima; pues de un corcovo especialísi-