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ciosa, como seguramente la pasaban todos sus habitantes.

Ensilló el petizo overo, una madrugada, y en un momento, como de costumbre, llegó donde quería ir. El caballo se paró cerca de un mercado, cuando con el alba, empezaba á moverse la gente trabajadora.

Lo que primero llamó la atención á Antonito fueron unos hombres harapientos que iban escarbando en los cajones de la basura, y juzgó que bien difícil debía de ser la vida en la ciudad, para que tuvieran éstos que disputar á los perros su alimento.

—En el campo—pensaba,—no sólo gozamos del despertar de la naturaleza, del esplendor del sol naciente y del aire matutino, sino que también vivimos, y hasta los más pobres, como gente entre los animales, mientras parece que acá viven los pobres como animales entre la gente.

Y mientras estaba entregado á sus reflexiones, se acentuaba el movimiento en la calle. Vió pasar á chiquilines que llevaban, encorvados, canastas enormes, llenas de carne y de verdura y muchos hombres y también mujeres cargados como jumentos. Apurados andaban todos por las calles obscuras aún, con un afán de hambrientos que daba lástima; niños que, tiritando de frío, anunciaban á gritos los diarios que vendían; obreritas heladas bajo su ropa delgada; artesanos, peones, trabajadores de todo género, forzando el paso para calentarse los huesos y para no faltar á la hora, la hora de la esclavitud en los talleres encerrados.

Y vió que toda esta gente salía de conventillos inmundos, donde ocupaba, amontonada, cuartos infames, sucios y pequeños, y se le fueron las ganas de vivir en la ciudad.