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preocupación: «Por el rodeo de las mestizas», ó bien, á contar la majada de Fulano», y que ¡ zás! se le tapaba la bombilla, inmediatamente, por la celosa imaginación siempre alerta de la iracunda misia Rudesinda, pasaban, como visiones, ciertas mestizas por demás mansas, de cierto puesto de la estancia ó los inocentes y costosos partidos de truco en la pulpería.

Y bajo las chispas amenazadoras que, en irradiación eléctrica, arrojaban los ojos de su mujer, don Toribio, cansado de chupar en balde, en medio del abrumador silencio, precursor de próxima tempestad, cabiżbajo y más avergonzado por su falta de viveza que por el remordimiento de su delito, humilde y rabioso, devolvía el mate. Siquiera, mientras chupaba ella también, á su vez, y removía la hierba, para componer la maldita bombilla, se detenía, por un rato, el chaparrón que siempre sigue al rayo.

En esas ocasiones no le mezquinaba don Toribio á la preciosa prenda familiar los más sabrosos nombres, apellidos y apodos, aunque fuera sólo entre sí, y juraba que de tal modo la iba á esconder, que la misma Rudesinda, por pesquisadora que fuera, no podría dar con ella.

Y así lo hacía; pero no faltaba ocasión en que le fuera indispensable la bombilla para averiguar lo que pensaba de veras tal ó cual visita, y era él entonces el primero en ir á buscarla en su escondrijo y en entregarla á la patrona para que con ella cebase mate.

Así fué, un día, justamente cuando la llegada de un resero que venía á ver los novillos. Sabía don Toribio que esa gente siempre viene con límites de que no puede pasar, pero vaya uno á saber cuáles son esos límites; y ¿quién mejor se lo iba á decir que la bombilla de plata?