Apenas estaba el resero sentado en el escritorio, cuando don Toribio la sacó sigilosamente de su caja de hierro, donde la tenía guardada, y pasando á la pieza vecina, la entregó á doña Rudesinda, encomendándole que cebase mate prontito.
¡Ah! gran pillo, calavera—exclamó á media voz la señora.—Bien pensaba que tú eras quien la tenía escondida. ¡Si habrás podido mentir á tus anchas desde hace más de un mes que se me perdió!
—No embromes, mujer, ¿qué voy á mentir yo?
—contestó don Toribio; y volvió á juntarse con el resero.
Cuando vino la señora con el mate, pues demasiado interesante iba á ser la conversación para mandar á una sirvienta, don Toribio estaba ponderando sus novillos y preguntando al otro qué precio iba á poder pagar por ellos.
Este, por supuesto, se hacía de rogar, diciendo que habiéndolos visto sólo á la pasada, no podía todavía saber. Pero como insistiera don Toribio:
—Mire—le dijo por fin,—estirándome mucho, lo más que le podré pagar son veintitrés pesos.
Y diciendo así, quiso tomar un sorbo de mate, pero se le había tapado la bombilla, y chupaba el pobre, chupaba que daba lástima, sin que nadie viniera.
—Se le tapó, don...? Preste que se la van á componer... Creo que no vamos a hacer negocio, ¿sabe? Yo, menos de treinta, no vendo.
Y habiendo vuelto á arreglar el mate, subió el resero hasta veinticuatro pesos, declarando que de ahí no podía pasar, y levantándose, con el mate en la mano, como si ya se fuera á retirar, lo devolvió diciendo que la bombilla estaba tapada otra vez; lo que hizo LAS VELADAS .—6