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Mientras estaba en la cocina, llegó de visita don Martiniano, estanciero de la vecindad, con su hijo, Martiniano también de nombre; y cuando volvió Encarnación con el mate, saludó á las visitas con una expresión tal de gloriosa felicidad, que á los tres viejos no les quedó ninguna duda de que bien pronto estarían de boda. Tanto, que sin que se hubiera de veras formalizado la conversación sobre el punto, cuando estuvieron por retirarse don Martiniano y su hijo, estaban todos de acuerdo, los padres entre sí, y los jóvenes por su lado. No habían tratado, seguramente, de engañarse unos á otros, pues charlando toda la tarde, habían estado tomando mate, y ni una sola vez se había tapado la bombilla.

Encarnación aprovechó el tumulto de la despedida para ofrecer á Martiniano el último mate, teniéndolo de pie, casi á solas, en un rinconcito, y le dijo en voz baja, mirándole bien en los ojos:

—Me vas á querer siempre?

—Sí, te lo juro, Encarnación—contestó sin turbarse el joven.

Y debía de ser sincero, pues acabó el mate sin que se le tapara la bombilla.

La palabra «siempre» queda fuera del alcance humano, y no se le puede pedir á una simple bombilla, por perspicaz y astuta que sea, que adivine si de veras será eterno el amor.