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CUEROCURTIDO

Lo único que quería doña Serapia, era que de una vez se cristianara ese chico.

—Así no podía quedar—decía ella :—¡ Infiel, á los ocho meses! ya era tiempo de hacerlo cristiano.

Don Anacleto no decía que no, pero postergaba la ceremonia por no haber podido todavía encontrar un compadre á su gusto. Ya tenía de compadres á todos los hacendados y puesteros medio pudientes de la vecindad, y no quedaban más que los paisanos pobres, los que no «hacían cuenta». Y todos los días, era la misma pelea con su mujer, ella apurando, nombrando á Fulano, á Zutano y á Mengano como candidatos aceptables, y don Anacleto desechándolos.

—Buena gente—decía él,—buenos compañeros, para pagar, así, de pasada, una copa ó dos, pero para compadre se necesita otra cosa, gente formal, de fundamento, que tenga siquiera algo que regalar al chico.

Y pasaban los meses.

Una noche, después de cenar y de acostar á la ya numerosa caterva de criaturas con que los había favorecido la suerte, don Anacleto y su mujer, sentados en la cocina, cerca del fogón, rebatían, entre mate y mate, el tema de siempre, cuando llamaron en el palenque.