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mientras se asaba la carne y circulaba el mate, se entretuvieron conversando con don Anacleto.

Este, siempre en acecho de lo que le podía traer alguna ventaja, parecía haberles tomado un olorcito á posible provecho, y, con todo disimulo, andaba indagando quiénes eran, de dónde venían, á dónde iban, si eran de muy lejos, y mil cosas por el estilo que podían ayudarle en sus propósitos ó hacerlo batir en retirada.

Las respuestas eran bastante evasivas, pero dadas con franqueza bonachona, y tales, que don Anacleto no dudó ya de haber encontrado al compadre de sus ensueños.

Dió justamente la casualidad que, en ese momento, se despertó la criatura en el cuarto vecino y empezó á llorar.

—Pobre—dijo la madre;— no es extraño que tenga pesadillas, infiel como está todavía, á los ocho meses.

Y pasó al dormitorio á tratar de hacerle dormir.

Don Anacleto aprovechó la ocasión para tantear el terreno, sin fijarse en cierto movimiento, como de rabia reprimida, de los forasteros, y especialmente del patrón, á esa palabra «infiel». Sin ver que éste había fruncido las cejas como al oir una injuria personal, don Anacleto, con la obcecación de su idea fija, le dijo que, efectivamente, tenía que cristianar un chiquilín, un varoncito muy mono—una preciosura, el muchacho, y que si consintiera el señor en ser su padrino, lo podrían ir á bautizar el día siguiente; que quedaría muy honrado de que tan distinguido huésped aceptara de ser su compadre...

Pero ahí quedó cortado, y hasta todo asustado,