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al ver levantarse llenos de ira, al distinguido huésped y al compañero; y el primero le dijo:

—Para compadre, amigo, no sirvo yo, sépalo, y todo lo que puedo hacer por su hijo, ya que a usted se le ocurrió que debía ser su padrino, ¡ es desearle que reciba más golpes y porrazos de todas clases, que cualquier hombre que haya existido y exista jamás en el mundo entero !

— Y sin decir más, salió furioso de la pieza y se dirigió hacia el palenque, llevándose el recado y seguido por el compañero.

Don Anacleto se quería morir de aflicción, y mientras quedaba mirando la puerta como petrificado, oyó en el dormitorio el ruido de una caída; era su mujer que dejaba caer al chico en el suelo, y los gritos de la criatura confirmaron al desgraciado padre en el temor que ya lo tenía poseído, de habérselas habido con Mandinga y de haberlo hecho enojar con hablarle de cristianar y de bautizar, cosas que lo ponen siempre, por supuesto, fuera de sí.

Todavía estaba sin moverse don Anacleta, cuando volvió á entrar en la cocina el capataz del misterioso forastero. Venía á buscar el rebenque de su patrón que éste había dejado en la mesa, y don Anacleto se lo iba á entregar, cuando, acordándose, el muy astuto, que debía de ser el rebenque ése una prenda de inestimable valor para el que lo tuviera en su poder, lo agarró resueltamente, y echándose atrás, se lo negó al hombre.

El gaucho, entonces, humildemente, le suplicó que se lo devolviera, pues, de otro modo, su patrón lo iba á matar ó hacer con él cosa peor.

—Bueno—le dijo Anacleto ;—se lo devuelvo si