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me indica el medio de destruir el hechizo de que su patrón hizo víctima á mi hijo.

—No puedo, no puedo—contestó el gaucho, temblando.

1 —Entonces, salga de aquí, maldito—exclamó don Anacleto, blandiendo el rebenque, y esto bastó para que, en el acto, se dejase caer de rodillas en el suelo el infeliz, sabedor, probablemente, de lo que pesaba en las espaldas esa lonjita.

—Mire, señor—dijo ;—destruir del todo el poder de las palabras de mi amo, no se puede; pero tóquelo despacio al niño con el rebenque y aunque sufra en su vida, como no lo puede ya evitar, más golpes y porrazos que cualquier hombre en la tierra, le puedo asegurar que será sin sentirlos.

Don Anacleto entró en el dormitorio, tomó de brazos de su mujer al muchacho que todavía gritaba bastante y lo tocó despacio con el rebenque. En el acto dejó de llorar la criatura y don Anacleto no pudo menos que admirarse; pero desconfiaba todavía, cuando, al darse vuelta para colocar al chico en la cuna,. le pegó, sin querer, un golpe bárbaro en la cabeza contra la pared y en vez de llorar, se rió la criatura, como pidiendo otro.

Don Anacleto y su mujer se quedaron estupefactos, aunque nada supiera todavía doña Serapia; pero el otro gaucho, apurado para irse á juntar con el amo que ya lo estaba llamando, empezaba á reclamar á gritos el rebenque; don Anacleto se lo entregó y corriendo detrás de él hasta la puerta, la cerró con estrépito, haciendo «cruz—diablo» á los huéspedes aquéllos.

Y después le contó todo á doña Serapia, quien, por supuesto, se santiguó durante una hora, pensan-