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do con dolor que ya le sería imposible hacer cristianar á su hijo. Don Anacleto, él, tomaba las cosas con más filosofía; calculaba que al fin y al cabo, no venía á ser tan malo para el chico el terrible regalo del padrino improvisado, enmendado de modo tan feliz por el incidente del rebenque olvidado.

Y a medida que el muchacho crecía, más se hacían ver los admirables efectos de la providencial combinación. Como se lo había prometido el diabólico forastero, todo era para él ocasión para porrazos y golpes, y su vida hubiera sido un martirio sin igual, á no ser la compostura milagrosa producida por la indicación del capataz.

No pasaba la criatura cerca de una mesa sin pegarse en la cabeza; no salía al patio sin enredarse en el umbral, y sin caer al suelo; pero lo que á cualquier otro le hubiera roto la cabeza, ó por lo menos hecho salir algún enorme chichón, á él no le dejaba siquiera moretón; y cada susto de sus padres por las caídas, ó por los golpes que se daba, le causaba la mayor alegría; tan bien, que á falta de poderle llamar, según el calendario, Visitación ó Guadalupe, Calasanz ó Deogracias, le llamaron Cuerocurtido.

Esto de ver que ningún golpe le hacía mal, por supuesto, no tardó en hacer de él un muchacho atrevido como él solo. Más de una vez, don Anacleto lo quiso corregir, sin acordarse de que ni coscorrón, ni paliza le podían hacer nada. Los coscorrones sólo hacían doler los dedos que se lo pegaban en la cabeza, y los palos se rompían en sus espaldas sin más resultado que hacerle reir á carcajadas.

Cuando peleaba con otros muchachos, siempre acababa por salir victorioso; no que pegara él muy fuerte, pues no pasaba de travieso y no era malo, "