Página:Las veladas del tropero (1919).pdf/97

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
— 93 —

pero por poco que se defendiera, pronto se cansaban los otros de recibir golpes; sin que los que le devolvían produjeran ningún efecto. Y todos los muchachos, por numerosos que fueran, se retiraban de la contienda, con los miembros machucados, la nariz hinchada, un ojo negro, una oreja ensangrentada ó los dientes flojos, mientras que él seguía muy orondo y fresquito como una flor.

Desde chico, como cualquier otro gauchito, Cuerocurtido, había empezado á andar á caballo, y desde el primer día, hubo para él un surtido de porrazos y de golpes lo más variado. Cualquier espantada del caballo, cualquier tropezón, que para otros hubiera pasado inadvertido, con él, daba resultado completo, gracias al malévolo forastero, su maldito padrino; pero era por fin poco el inconveniente, ya que al caer no era para Cuerocurtido, gracias al roce del famoso rebenque, más que una pequeña sacudida, quizá agradable, pues siempre se levantaba riéndose. Sin contar que la domada del potro más bellaco no pasaba para él de un juego; como no sentía los golpes, no los temía y se le sentaba á cualquier animal sin recelo; y quizá suponiendo que, ya que los golpes no le hacían nada, tampoco los sentía el potro, con tantas ganas se los menudeaba, que el animal siempre acababa pronto por aflojar y darse por vencido.

Más de veinte veces, pues no era muy parador, efecto probablemente de la maldición, había rodado con tan mala suerte, que se le había venido encima el mancarrón, apretándolo. Cualquier otro hubiera quedado aplastado, y con las costillas rotas; él no ; si no podía librarse solo, lo que más de una vez le sucedió, esperaba que lo viniesen á sacar, y nada más.