nitud, «¡por Mitra, dijo, que este hombre haria pronto de pequeña grande una ciudad, si se le confiase!» En un viaje, unos le llevaban unas cosas y otros otras; y como un pobre menestral que no encontraba qué darle corriese al rio y cogiendo agua en las manos se la trajese, le dió tanto gusto á Artajerges, que le envió una ampolla de oro y mil daricos. Euclides Lacedemonio habló insolentemente contra él, y se contentó con intimarle por medio de un tribuno lo siguiente: «A li te es dado decir de mi cuanto quieras; pero á mí decir y hacer.» En una cacería le avisó Tiribazo de que tenia el sayo descosido, y preguntándole qué haria, le respondió: «Ponerte otro, y darme á mi ese.»» llizolo así Artajerges, diciéndole: «Te le doy; pero no te permito que lo lleves.» Y como él sin hacer caso, porque no era hombre malo, aunque sí algo falto y atolondrado, se hubiese puesto el sayo, adornándose además con dijes de oro mujeriles, que tambien le habia dado el Rey, los cortesanos se mostraron disgustados, porque aquello no debia hacerse; pero el Rey lo tomó á risa, y le dijo: «Te permito llevar los dijes por mujer, y el sayo por loco. En la mesa del Rey no se sentaban sino su madre y su mujer legitima, colocándose la mujer en el asiento inferior y la madre en el superior; pero Artajerges admitia á su misma mesa á sus dos hermanos Ostanes y Oxatres, que eran los dos más jóvenes. Lo que sobre todo dió á los Persas un espectáculo sumamente grato, fué la carroza de la mujer de Artajerges, Estatira, que siempre iba desnuda de todo cortinaje, dando lugar áun á las mujeres más infelices de saludarla y acercársele, con lo que aquel reinado se ganaba el amor de la muchedumbre.
Mas los hombres inquietos y amigos de novedades se daban å entender que los negocios pedian á Ciro, por ser varon magnánimo y guerrero; y que la extension de tan grande imperio necesitaba un rey que tuviera espiritu y ambicion. Ciro asimismo, confiando no menos en los de las