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ARATO.

Aqueos, salió al medio de la escena, puesta la corona y muy demudado el semblante con la fatiga y falta de sueño; de manera que la arrogancia y alegria del ánimo quedaban abogadas bajo el quebranto del cuerpo. Como al presentarse todos se deshiciesen en aplausos, pasando la lanza á la mano derecha, y doblando un poco la rodilla y el cuerpo, permaneció así inclinado largo rato recibiendo los parabienes y las aclamaciones de aquella muchedumbre que alababa su virlud y ponderaba su fortuna. Luego que cesaron y quedaron tranquilos, rehaciéndose, les tuvo acerca de los Aqueos un discurso muy propio del suceso, persuadiendo á los Corintios que se hicieran Aqueos, y les entregó las llaves de las puertas, entónces. por primera vez puestas en sus manos desde el tiempo de Filipo. De los generales de Antígono, á Arquelao que se le sometió lo dejó ir libre; pero quitó la vida á Teofrasto que no quiso rendirse. Perseo, perdido el alcázar, pudo huirse á Cencris, y se refiere que más adelante en una disputa, al que propuso que sólo el sabio le parecía que era general: «A fe, le respondió, que de los dogmas de Zenon éste era el que antes me agradaba más; pero ahora he mudado de dictámen, adiestrado por un mozuelo de Sicione.» Esto es lo que dicen de Perseo los más de los historiadores.

Arato redujo inmediatamente á su poder el Hereo y el Lesqueo (1), haciéndose además dueño de veinticinco naves de las del Rey y de quinientos caballos; y en almoneda vendió cuatrocientos Siros. Los Aqueos guardaron el Aerocorinto con cuatrocientos infantes y cincuenta perros con otros tantos cazadores que mantenian dentro del fuerte.

Los Romanos, admirados, llamaron á Filopemen el último de los Griegos, como si entre éstos nada se hubiese hecho de bueno despues de él; pero yo por mí diría que de las hazañas griegas esta fué la novísima y última, comparable, (1) El templo de Juno y el puerto.

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