—Respetando, desde luego, tu criterio, creo que estás en un error...
Pero el hércules no sabía apreciar aquellas maneras delicadas y contestaba:
—¡No se puede hablar con imbéciles como vosotros! ¡Lástima de paliza...! ¡A la cuadra, a la cuadra!
Los tan duramente tratados fingían, tomarlo a broma y se reían.
Panov cortaba cebolla, lo que le llenaba los ojos de lágrimas. El servio Rayko Vukich, bajito, seco, musculoso, de nariz ganchuda y bigotes colgantes, miraba en silencio la botella de vodka, esperando la escancia. Era un hombre extraño. Se pasaba horas enteras sin pronunciar una palabra; pero en cuanto bebía un poco de vodka empezaba a hablar, con cierto énfasis patriótico, de su Servia en un ruso chapurreado. Los temas de sus conferencias eran muy poco interesantes: los partidos políticos servios, la perpetua enemiga entre Servia y Turquía, la ferocidad de un tal Bodemlich... Sus amigos, al oírle poner por las nubes a su exigua y pobre nación, se reían a carcajadas y le hacían rabiar.
—¡Pero si este arenque—le decía Vanka Kostiurin—es más grande que toda Servia! El mejor día se la traga el turco.
—¡Una m... se tragará!—replicaba, encrespándose, Rayko.
—Si no se la traga, será porque no le da la gana. «¡Qué porquería de país!», dirá, escupiendo desdeñoso.
Rayko se levantaba, les lanzaba a sus compañeros una mirada de cólera y desprecio y gritaba, furioso: