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—¡Burros!

Proferido este terrible insulto, se marchaba a su cuarto. Sus compañeros se desternillaban de risa. Chistiakov se sonreía tristemente, no comprendiendo aquel entusiasmo por Servia, una infeliz nación, cuyos habitantes, débiles y reñidores, se pasaban la vida defendiendo a tiros ideales mezquinos y ridículos. De buena gana se hubiera llevado con él al extranjero al pobre Rayko, para que conociera allí la verdadera vida, grande, luminosa.

Cuando las botellas estaban ya medio vacías, los estudiantes empezaban a cantar y a tocar el acordeón y enviaban por Rayko, tamborilero insustituible. Rayko volvía y con cara de pocos amigos se ponía a tocar el tamboril, brillantes los ojos como los de un lobo y agudos como el aguijón de una avispa. A veces, animado, excitado por la alegría general, Vanka Kostiurin se levantaba y comenzaba a bailar la danza rusa. Lento y pesado para todo lo demás, bailando era ligero como una pluma. Mientras sus pies herían el suelo con asombrosa rapidez, su garganta lanzaba gritos salvajes. El acordeón y el tamboril parecían atacados de un frenesí musical. Los ojos brillaban, agitábanse los brazos y las piernas, sonaba en un rincón el palmoteo acompasado de alguno de los contertulios. Y Chistiakov pensaba: «¡Están locos!»

Terminada la danza rusa, Vanka Kostiurin, jadeante, enjugándose el sudor, le rogaba a Rayko que bailase la danza servia.

Los demás estudiantes unían sus ruegos a los de Kostiurin, y Rayko, mirando tímido y receloso a