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inmensa piedad su patria, él mismo, todos los cansados, todos los que penaban sin tregua. Y se horrorizó al pensar que hubiera podido partir para siempre y morir oyendo una lengua que no era la suya.

No, no se podía vivir sin patria; no se podía ser feliz cuando la patria era desgraciada. Este sentimiento ponía en su alma una inmensa alegría y, a la vez, un dolor enorme.

Su alma—rotas las cadenas que la ataban—se había unido a la de todo un pueblo. En su pecho enfermo palpitaban miles de corazones sangrantes e inflamados.

Y llorando a lágrima viva, gritó:

«¡Patria, soy tuyo!»

La canción de Rayko sonaba de nuevo, salvajemente libre, impregnada de ira y de lágrimas.