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de caza, por miedo a caer enfermo de la peste en un lugar lejano del campamento y quedarse sin existencia. Las provisiones estaban a punto de agotarse, y a fin de economizarlas, nos estábamos alimentando desde una semana con ardillas negras de tierra, cuya carne fétida llevábamos con harta repugnancia a nuestros labios. Y aun de este ruin alimento no teníamos gran abundancia.

Otra vez tuvimos que habérnoslas con los indios, que, contra su costumbre, nos asaltaron en pleno día en la estepa llana, y, provistos como estaban de armas de fuego, mataron a cuatro personas de la caravana. En la refriega también yo fuí herido de un tan formidable hachazo en la cabeza, que en la noche de aquel día perdí el conocimiento, a causa de la abundante hemorragia. Pero aquella herida casi me llenó de contento, porque Liliana hubo de cuidarme a mí, en vez de asistir a los enfermos, que podían contagiarle el mal. Tres días estuve acostado en mi carro, y fueron tres días de felicidad, porque la tenía constantemente a mi lado, besándole las manos cuando me mudaba las vendas y contemplándola sin cesar. Al tercer día ya me encontraba en estado de poder montar a caballo; pero, debilitado de ánimo, hice como si estuviera todavía enfermo, sólo para poder estar más tiempo con mi Liliana.

Fué estando acostado cuando me di cuenta de lo rendido que me hallaba; el cansanció me tenía con todos los huesos rotos. No eran sólo los sufrimientos físicos los que me habían puesto en aquel