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estado, sino la continua angustia pensando en la salud de mi mujer. Tan enflaquecido estaba, que parecía un esqueleto; y así como antes era yo quien la miraba lleno de inquietud y de miedo, ahora era ella quien sufría tal tortura.

Pero no había remedio; cuando mi cabeza estuvo bien segura, menester fué montar el último rocín que quedaba con vida y guiar la caravana, tanto más, cuanto que empezaban a llegarnos por todas partes los más inquietantes presagios.

Empezó a achicharrarnos un calor casi sobrenatural, y en el aire se formó como una niebla sucia que parecía el humo de un incendio lejano. Obscurecióse el horizonte y púsose tan opaco, que no se veía el cielo; los rayos del Sol caían sobre la tierra rojizos y empañados. Las bestias daban señal de una singular inquietud; respiraban anhelosas rechinando los dientes, y también a nosotros nos parecía que estábamos tragando fuego. Suponía yo que todo aquello era efecto de los vientos que soplan del desierto del Gila, de los que había oído hablar en Oriente; pero reinaba en derredor nuestro una profunda calma, y ni una hierba se movía en la estepa. El Sol descendió al ocaso, rojo como la sangre, y la noche continuó con el mismo bochornoso calor; gritaban los enfermos; yo me adelanté unas millas a la caravana para cerciorarme de si efectivamente ardían las estepas; pero por ninguna parte divisé resplandor alguno de incendio.

Al fin me tranquilicé, persuadido de que el calor