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procedía, en realidad, de algún incendio ya extinguido. Durante el día había observado que las liebres, los antílopes, los búfalos y aun las ardillas corrían velozmente hacia Oriente, cual si huyeran de California; país hacia el cual tendíamos con todas nuestras fuerzas. Al sentir que el aire se purificaba y que el calor disminuía, acabé de convencerme de que el incendio había ya terminado, y que si las bestias corrían, era sólo en busca de nuevos pastos. Era menester, por consiguiente, internarse para saber si el camino incendiado podía ser atravesado o si, por el contrario, debíamos hacer un rodeo. Según mis cálculos, no debía hallarme de la Sierra Nevada a más de trescientas millas inglesas, o sea a veinte días de viaje; así es que decidí hacer el último esfuerzo para llegar hasta allí.

Viajábamos de noche, porque el calor del día debilitaba extraordinariamente a las bestias, y por el día siempre había entre los carros un poco de sombra, en la que podíamos descansar. Una de las noches aquellas, mientras estaba en el carro con Liliana, pues la herida y la debilidad no me permitían aún viajar a caballo, sentí de repente rechinar las ruedas de un modo singularísimo, y oí inmediatamente gritos repetidos de stop!, stop!, que iban corriendo a lo largo de la caravana.

Salté del carro al instante, y a la luz de la Luna vi a los carreteros observando el suelo con los ojos fijos, y of luego una voz que decía: —¡Capitán! ¡Estamos caminando sobre carbones!