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ser tan horrible, que todo el aire vibraba, cuando de pronto sucedió una cosa portentosa. La niebla y el humo se desvanecieron como por arte de encantamiento, y aparecieron ante nuestros ojos atónitos los montes de Sierra Nevada, verdes y risueños, maravillosos, cubiertas las cumbres de nieve centelleante, y tan cercanos, que a simple vista se distinguían sus crestas, sus verdes laderas y sus bosques. Parecíanos que su soplo fresco, impregnado del vivificante olor de los pinabetes, llegaba hasta nosotros por encima de aquella desolación y que dentro de algunas horas íbamos a llegar a sus floridas plantas. Ante aquel espectáculo, la gente, exhausta por las penalidades de aquel horrible desierto, casi enloqueció de alegría. Unos caían de hinojos, sollozando; otros alzaban los brazos abiertos al cielo, o estallaban en carcajadas; otros, en fin, palidecían sin acertar a decir palabra.

Liliana y yo llorábamos de alegría, mezclada con un sentimiento de estupefacción, calculando que todavía nos separaban de California, por lo menos, ciento cincuenta millas.

Entretanto, a través de aquella negra desolación nos sonreían los montes, y parecía, en verdad, como si un hechizo los hiciera acercarse a nosotros, inclinándose, invitándonos, lisonjeándonos...

Y por más que no habían todavía transcurrido las horas destinadas al descanso, la gente no quiso prolongar más la parada en aquel lugar; hasta los enfermos, sacando fuera de los toldos de sus carroslas amarillentas manos, suplicaban que se engan-