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el horizonte. De las montañas de la víspera, ni rastro.

Estaban los hombres aterrados y entontecidos, y en cuanto a mí, todo lo vi claro al pensar que la «fata Morgana» nos había jugado una de sus tretas.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¿Qué hacer?

¡Continuar adelante? ¿Y si la llanura quemada seguía en aquel estado millas y millas más allá?

Retroceder? ¿Y si por azar no faltan mas que algunas millas para salir de aquel infierno? ¿Serían los mulos todavía capaces de deshacer todo el camino recorrido? No me atrevía a mirar al fondo del abismo, a cuyo borde estábamos todos; pero, sin embargo, había que tomar forzosamente una resolución. Monté a caballo y, llegado que hube a una pequeña y cercana eminencia del terreno, abarqué con la mirada un más dilatado horizonte. Con la ayuda de mis gemelos divisé muy lejos algunas fajas verdes; pero cuando, al cabo de una hora, llegué a aquel lugar, me encontré con una dilatada charca, en torno a la cual ondulaban las hierbas que el incendio no había logrado arrasar. Y la llanura quemada se extendía más allá, fuera del alcance de la vista, fuera del alcance de los gemelos.

¡No había remedio! Era preciso retirarse y flanquear todo el terreno quemado. Hice dar la vuelta al caballo y rápidamente regresé al tabor, creyendo encontrarlo en el inismo sitio, pues había dejado dispuesto que allí esperasen mi regreso.

Pero mi orden no fué cumplida. Levantados los