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mulos, la caravana se había puesto en marcha.

A mis preguntas se me contestó con hosca voz: —Allí están las montañas; allí queremos ir.

Ni siquiera probé a oponerme, porque sabía muy bien que ninguna fuerza humana era capaz de detener a aquella gente. Ciertamente hubiera yo retrocedido con Liliana; pero mi carro no estaba ya allí, y mi mujer viajaba con la señora Atkins.

Proseguimos, pues, el camino, y llegada otra vez la noche, nos detuvimos para el obligado reposo. Por encima de la estepa carbonizada fué subiendo el rojizo disco de la Luna, iluminando las lejanías, siempre negras. Al amanecer del día siguiente sólo la mitad de los carros pudo ponerse en camino, porque todos los mulos que tiraban de la otra mitad habían muerto. El calor del nuevo día era horrible; los rayos del Sol, absorbidos por el suelo carbonizado, llenaban luego el aire de ardientes emanaciones. Uno de los enfermos murió en medio de convulsiones atroces, y nadie se cuidó de darle sepultura. Lo dejamos sobre la estepa y proseguimos nuestro camino.

El agua de la gran charca que yo había descubierto el día anterior reanimó por un instante a hombres y bestias, pero no pudo darles nuevas fuerzas. Desde hacía treinta y seis horas los mulos no habían comido ni una brizna de hierba, alimentándose tan sólo con la paja que sacábamos de los carros, y aun ésta empezaba a escasear ya. El camino estaba sembrado con sus cadáveres, y al