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tercer día sólo uno quedó, del cual me apoderé por la violencia para que en él cabalgara Liliana.

Los carros, y con ellos los instrumentos y las herramientas que debían servir para ganarnos el pan en California, quedaron perdidos en aquel desierto, eternamente maldito. Todos íbamos a pie, excepto Liliana. Pronto un nuevo enemigo se nos presentó: el hambre. Parte de los víveres habían quedado en los carros, y se estaba acabando ya lo que cada uno había podido llevar consigo. ¡Y a nuestro alrededor ni un ser viviente! Sólo yo en toda la caravana poseía aún algunos bizcochos y un trozo de carne salada, y habría despedazado a cualquiera que me hubiese reclamado aquel alimento, que reservaba para Liliana. Tampoco yo comía ni una migaja. ¡Y aquella horrenda llanura que se extendia hasta el infinito!

Para aumentar nuestra tortura, la «fata Morgana» volvía cada tarde a embaucarnos con sus espejismos, mostrándonos los montes, los bosques, los lagos..., y con ello las noches eran luego más horribles. Los carbones, que durante el día habían absorbido los rayos del Sol, los devolvían de noche, quemando nuestras plantas y llenando nuestras gargantas y nuestros pechos de un intolerable ardor. Una noche uno de la caravana se volvió loco: tendido en el suelo, empezó a reír espasmódicamente, y aquellas horrendas risotadas nos persiguieron largo, largo rato en las tinieblas. El mulo que llevaba a Liliana acabó por caer desfallecido, y en un abrir y cerrar de ojos lo descuartizaron los