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hambrientos; pero ¿qué era aquella comida paradoscientas personas? Pasó el cuarto día, pasó el quinto... Parecía que el hambre había cambiado a aquellas personas en aves de rapiña; mirábanse unos a otros con malos ojos; sabían que tenía yo todavía algunos víveres; pero sabían también que pedírmelos era pedir la muerte, y el instinto de conservación era en ellos todavía más poderoso que el hambre. A Liliana le daba de comer sólo de noche, a fin de que aquel espectáculo no encolerizara a los demás; pero ella me suplicaba enearecidamente que compartiese con ella aquella comida; pero habiéndole dicho yo que me suicidaría si volvía a insistir en ello, calló y siguió comiendo con los ojos arrasados en lágrimas. Y no obstante, a pesar de mi vigilancia, sabía llevar a hurtadillas algún trozo a la señora Atkins y a la señora Grossvenor.

Mientras tanto, el hambre me desgarraba con su mano de hierro las entrañas; desde cinco días atrás no había ingerido otra cosa que unos sorbos de agua de aquella charca; la herida me abrasaba la cabeza, y el saber que llevaba conmigo pan y carne de los que no podía comer aumentaba mi martirio, y, débil como estaba, sentía un miedo atroz de sufrir un desvarío y de echarme sobre aquellos víveres.

—¡Señor—exclamaba desde el fondo de mi alma—, no me abandones; no permitas que me embrutezca hasta el extremo de tocar lo que puede conservarle la vida a ella!