Pero la Providencia no tuvo entonces piedad de mí. En la mañana del sexto día observé en el rostro de Liliana unas manchas rojas; tenía las manos ardientes, y al andar respiraba con una enorme fatiga. De repente, mirándome con ojos extraviados, díjome apresuradamente, cual si temiese perder antes el conocimiento: —¡Ralf! ¡Déjame aquí, sálvate tú; para mí no hay salvación!
Apreté los dientes para no gritar ni blasfemar, y, mudo, la cogí en mis brazos. Unas eses de fuego empezaron a relampaguear ante mis ojos, formando las palabras Who worshipped and served the creature more than the Creator? Y luego, como un arco demasiado tendido, estallé, mirando al cielo despiadado, con el alma rebosando indignación: —¡Yo!
Mientras tanto, llevé hacia mi Gólgota aquel queridísimo peso, a aquella única, santa, adorada mártir. No sé de dónde sacaba las fuerzas. Insensible al hambre, al calor, al cansancio, ya no veía nada delante de mí: ni hombres ni estepa carbonizada; sólo a ella, sólo a ella veía. Al llegar la noche empeoró su estado; a menudo perdía el conocimiento; de vez en cuando gemía con voz muy débil: —¡Ralf, dame agua!
¡Y yo que sólo tenía bizcochos y carne salada!
En el colmo de la desesperación híceme un corte en la mano con el cuchillo, para humedecerle los