labios con mi sangre. Recobró de pronto los sentidos, y gritando volvió a caer en un desmayo, del que no creía saliese ya. Vuelta de nuevo en sí, quiso decirme algo; pero el delirio de la fiebre le confundía las ideas, y sólo pudo susurrar muy quedamente: —¡No te enfades, Ralf! ¡No ves que soy tu mujer?
Sin articular palabra fuí llevándola adelante, adelante. El dolor me tenía consternado y entontecido.
Llegó el séptimo día, y por fin mostráronse en el horizonte las montañas de la Sierra Nevada; pero al ponerse el Sol, la luz de mi vida fué extinguiéndose como la del astro. Cuando entró en la agonía púsela sobre la tierra carbonizada y me arrodillé a su lado. Tenía los ojos abiertos, desencajados, brillantes, fijos en los míos, y por un segundo fueron cruzados aún por el pensamiento consciente. Todavía murmuró: —My dear! My husband!
Luego un estremecimiento la sacudió toda, el terror se dibujó en su semblante y exhaló su postrer suspiro.
Arranqué las vendas de mi cabeza y me desmayé, sin saber a ciencia cierta lo que sucedió después. Como en sueños recuerdo que unos hombres me rodearon, me quitaron las armas y cavaron luego una fosa. Después la locura y las tinieblas se apoderaron de mí, y en aquellas lobregueces brillaban siempre las palabras de fuego: Who