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de dónde podía venir aquella omnipotente mano, contestábales, señalando la estrella polar, que venía de allí...

Tantas eran las desgracias que le habían ido saliendo al paso, que no era de extrañar que hubieran extraviado un poco su razón. Sin embargo, era paciente como un indio, y poseía una gran fuerza de resistencia, hija de su honrado sentir y parecer.

Una vez recibió en Hungría unos golpes de bayoneta por no haber querido utilizar un medio que le ofrecían para salvarse, inclinándose hasta besar el estribo y gritar: «¡Perdón!» Las desventuras no podían doblegarlo; trepaba agarrándose por el monte con la paciente porfía de la hormiga; cien veces rechazado, emprendía esforzadamente su nueva peregrinación. Era en su género un hombre bien singular; aquel viejo soldado bronceado por el sol de Dios sabe qué países, endurecido por mil combates, que tanto había debido sufrir, tenía un corazón de niño. En Cuba, durante una epidemia, vióse atacado por el mal por haber distribuído entre los pacientes su importante provisión de quinina, sin guardar para él ni un solo gramo.

Y no dejaba de ser una cosa bien singular también el que fiase todavía en el porvenir, después de tantos reveses y desventuras, y que no le abandonara ni por un instante la esperanza de que todo se había de arreglar un día. En invierno se sentía reanimado y conjeturaba grandes cosas, que aguardaba con gran impaciencia. Tales pensamientos y