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conjeturas manteníanle los ánimos durante años enteros; pero transcurrían los inviernos uno tras otro, y ningún cambio se operaba; sólo los cabellos se le encanecían más y más. Por último, se sintió viejo y empezó a perder la energía; su paciencia se fué convirtiendo en resignación; su sosiego, en debilidad de espíritu, y aquel soldado, endurecido por las luchas y la intemperie, llegó a tener tal propensión a las lágrimas, que se echaba a llorar por cualquier fruslería.

Además de esto, le torturaba de un modo atroz la nostalgia que el más insignificante motivo lograba despertar: las golondrinas que pasaban revoloteando; ciertos pajarillos grises que se parecían a los gorriones de su país; la nieve de las montañas; las tonadas que le hacían recordar cantos oídos en sus mocedades...

Pero, por encima de todo esto, dominó en él un único pensamiento: el pensamiento del reposo.

Este sentimiento se posesionó del viejo de tal suerte que absorbió todos sus deseos, todas sus esperanzas. El eterno peregrino nada podía imaginar más deseable y apetecible que un solitario rincón donde descansar y esperar tranquilamente la muerte. Su destino singular le había echado por todos los países y por todos los mares, sin tregua alguna, y por eso ahora parecíale la más excelsa felicidad humana el cesar en su triste vagabundear.

Y en verdad que bien merecía esta suerte modesta; pero, acostumbrado ya a las desilusiones,