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parecíale esto también una cosa irrealizable, y ni siquiera se atrevía a admitir su posibilidad.

Ahora, de improviso, en menos de doce horas había logrado un destino que parecía hecho ex profeso para él; no era, pues, de extrañar que al anochecer, una vez encendido el faro, se hallara como pasmado y aun entontecido, y que se preguntase si todo aquello era verdad o ilusión de sus sentidos.

Y, no obstante, la realidad, hablándole con tan irrecusables pruebas (transcurrían las horas, en el balcón de la torre, una tras otra), acabó por convencerle. Sumergióse entonces su espíritu en la dulzura de aquella realidad, y hubiérase dicho que veía el mar por primera vez... La lente del faro abría en las tinieblas un gigantesco cono luminoso; pero la mirada del viejo torrero se perdía en el mar, más allá de la superficie iluminada, en el inmenso espacio obscuro, misterioso, lúgubre, y le parecía que aquella inmensidad corría hacia la luz. Gruesas olas surgían de la obscuridad, y borbollando estrellábanse a los mismos pies del islote; sus crestas espumosas chispeaban, coloreadas de rojo, en el círculo luminoso de la torre; el oleaje iba creciendo, inundando la arenosa playa. Cada vez se oía más potente y distinta la voz misteriosa del Océano, ora semejante al estampido de los cañones, ora parecida al susurro de las selvas vírgenes, ora a un vocerío humano. A veces todo enmudecía, y entonces llegaba a oídos del anciano un rumor como de suspiros, de sollozos, y luego un estallido violento. El viento desgarraba la niebla; pero al