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mismo tiempo acumulaba gruesas nubes negras, que iban ocultando la Luna. La tempestad se avecinaba por la parte del Occidente; rompían las olas con mayor violencia contra los peñascos del faro, cuyos cimientos lamía una blanquísima espuma; lejana, lejana, rugía ya la borrasca. Por encima de la obscura y agitada superficie del mar veíanse brillar los verdes faroles colgados de los palos de las embarcaciones, los cuales, diminutos como puntitos verdes, se alzaban altos, altos, y parecían luego hundirse; pero reaparecían, oscilaban, inclinábanse, ora a la derecha, ora a la izquierda.

Skawinski descendió y entróse en su aposento.

Bramaba la tempestad. Allá afuera, a bordo de aquellas naves, luchaban los hombres con la noche, con el viento, con las olas; en el reducido aposento, por el contrario, todo era silencio y calma.

Las gruesas paredes interceptaban casi por completo el estrépito de la tormenta; sólo se oía el acompasado tictac del reloj, que parecía mecer al extenuado anciano y velar su sueño.

II

Pasaron horas, días, semanas...

Afirman los marineros que a veces, cuando el mar está embravecido, oyen, desde lo profundo de la noche y de las tinieblas, llamarse por su nombre. Y si el infinito del mar puede llamar al hom-