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bre, ¿por qué no ha de poder oír éste, al llegar a viejo, la voz de otro infinito, todavía más lóbrego y más misterioso? Cuanto más le haya agobiado la vida con su peso, tanto más grato habrá de serle el grito aquel. Pero para oírlo es menester un gran silencio; por eso aman los viejos la soledad, que es para ellos como el presentimiento del sepulcro.

Para Skawinski, la torre del faro era ya el preludio de la tumba. Nada hay en el mundo tan uniforme como la vida de un torrero; si los que a ella aspiran son jóvenes, muy pronto se cansan y la abandonan; por eso el torrero de un faro suele ser, por lo general, un viejo rudo y taciturno, y si por azar deja su destino y vuelve a vivir entre los hombres, anda y gesticula cual si saliera de un profundo sueño. Y es que le faltan en la torre aquellas pequeñas impresiones que en la vida ordinaria enseñan al hombre a referir y a proporcionar todas las cosas a sí mismo. Todo lo que se halla en contacto con el torrero de un faro es gigantesco, sin contornos claros: el cielo..., un infinito, el agua..., otro infinito, y en medio, sola, un alma humana.

Es una vida en la que el pensar es un eterno soñar, del cual no aciertan a distraer las cotidianas ocupaciones. Los días se parecen unos a otros como las cuentas de un rosario, y sólo rompen su monotonía los cambios del tiempo.

Skawinski se sentía tan dichoso como jamás en su vida lo había sido; alzábase al despuntar la aurora, comía un bocado, limpiaba los cristales del faro y se sentaba luego junto a la baranda de la