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acostumbrado a pensar que no había de abandonar el faro sino después de muerto, todo recuerdo del mundo exterior se había borrado fácilmente de su memoria.

Por añadidura habíase vuelto místico. Sus suavísimos ojos azules tenían una expresión infantil y miraban pensativos y fijos en la incierta lejanía.

En su continua clausura, en médio de aquella simplicidad y de aquella grandiosidad que por todas partes le rodeaban, perdió el viejo poco a poco la conciencia de su propia personalidad; cesó de considerarse como un individuo, y acabó por identificarse con cuanto veía a su alrededor, sin profundizar en ello, sintiéndolo inconscientemente.

Así, llegó finalmente a imaginar que el cielo, el agua, su arrecife, el faro, los áureos bancos de arena, las velas desplegadas, las gaviotas, el flujo y el reflujo constituían una gran unidad, un alma gigantesca y misteriosa; alma que sintió llena de vida bonancible y en la que se dejó mecer, olvidando todo lo demás. Anegóse el viejo en el misterio de aquella alma y en el anonadamiento de su propio ser; en aquel estado de semivigilia y de semisueño encontró una quietud y una paz tan grandes, que se asemejaban mucho ya a las que deben reinar en la antesala de la muerte.