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char las voces que llegaban del villorrio y le parecía como si todo el villorrio cantara... Cuando lo mandaban a extender estiércol, oía cantar el viento al pasar por entre los dientes del bieldo... Una vez que estaba así, con el pelo revuelto, escuchando embelesado los mugidos del viento, quitóse el capataz el cinturón y le dió con él unos azotes, como recuerdo. Pero todo, todo fué en vano.

La gente le llamaba Yanco el Músico.

En primavera se escapaba de casa para irse al borde del arroyo melodioso, y de noche, cuando croaban las ranas en los charcos y cantaban los gallos, de pie sobre los setos vivos, él no podía dormir, con el oído siempre en acecho. Dios sabe qué armonías descubría en todas aquellas voces.

La madre no lo llevaba nunca consigo a la iglesia, porque en cuanto el órgano rompía a tocar y empezaba a oírse el coro de suavísimas voces, se le cubrían de niebla los ojos al pequeñuelo, cual si mirasen asomados al otro mundo.

El sereno del pueblo, que para ahuyentar el sueño contaba las estrellas o conversaba con los canes, veía con harta frecuencia la camisilla blanca de Yanco camino del mesón. Pero Yanco no entraba en el mesón; quedábase por allí muy cerquita, y, pegadito a una pared, poníase a escuchar.

Dentro bailaba la gente, y un muchacho cantaba: ¡Ay, ay, ay! Oíanse las voces de los mozos y el restregar de los zapatos y el violín que cantaba muy meloso: Comamos, bebamos, cantemos..., mientras el contrabajo, con voz profunda, le respondía:

Liliana
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