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Como Dios quiere, como Dios quiere... Las ventanas resplandecían de luz; las vigas del techo parecía que temblaban, que tocaban, que cantaban; y Yanco no se cansaba de escuchar.

¡Oh, qué no habría dado él por poder poseer un violín como aquél, que tocase tan meloso Comamos, bebamos, cantemos!... ¡Qué cosa más rara esos maderos cantores! ¿De dónde los sacarán?... ¿Quién los construirá?... ¡Oh, si una vez, siquiera una vez, pudiese él tener uno en la mano! Pero no; al pobrecillo sólo le era dado poder escuchar el del mesón..., hasta que se oía la voz del sereno: —¡Vete a casa, diablillo!

Entonces se alejaba a toda prisa, con los pies descalzos, y en la obscuridad y en el silencio de la noche distinguía ya lejanas la voz melosa del violín: Comamos, bebamos, cantemos..., y la profunda y majestuosa del contrabajo: Como Dios quiere, como Dios quiere...

Era para él una gran fiesta el día que podía oír música, ya fuese en un casamiento o en la fiesta de las mieses. Terminadas las tocatas, subíase encima de la estufa y allí permanecía horas enteras pensativo, ensimismado, con los ojos relucientes como un gato.

Ingeniándose, llegó a fabricarse un violín con una erin y una corteza; pero aquel violín no quería tocar tan bien como el del mesón; tocaba, sí, pero con voz muy ronca y apagada, como un ratón o como un mosquito. Sin embargo, rascábalo todo el santo día, desde el amanecer hasta que se