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ñorita camarera—. Hacía ya rato que Yanco estaba contemplando el objeto de sus ansias; la luna llena entraba a raudales por la ventana de la despensa, yendo a dibujar en la pared un gran cuadro luminoso. El cuadro aquel se corría poco a poco hacia el violín, hasta que, por último, le iluminó de lleno. Lo que más relucían eran las partes salientes del instrumento, y tan resplandecientes resultaban, que Yanco no las podía mirar. Con la luz aquella todo se veía con la mayor nitidez; los costados ondulados, las cuerdas, el mástil, las clavijas relucían cual luciérnagas en la noche de San Juan, y a lo largo del violín colgaba, cual plateado galón..., el arco. ¡Qué bello, qué fantástico era todo aquello! Yanco lo contemplaba con arrobo y avidez.

Acurrucado debajo de los arbustos, con los codos apoyados en las puntiagudas rodillas y abierta la boca, miraba, miraba sin pestañear, miraba siempre. En momentos se sentía sobrecogido de miedo; en otros, una fuerza irresistible lo empujaba hacia adelante. ¿Era acaso un hechizo? Parecía que el reluciente violín se fuese acercando... ¡Sí, debía de ser un hechizo!...

En aquel preciso instante sopló el viento, y en el susurro de las hojas oyó Yanco distintamente una voz que muy quedo le decía: —¡Ve, Yanco; no hay nadie en la despensa; ve, Yanco!...

La noche era clara y transparente... En los árboles del estanque comenzó a cantar el ruiseñor en trinos, ora dulces, ora estridentes, que decían: S