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—¡Anda, Yanco, cógelo!...

Un buho prudente y juicioso revoloteó en torno a la cabeza del pequeñuelo, chillando: —¡No, Yanco; no vayas, no lo toques!...

Pero el buho desapareció y las hojas de los arbustos volvieron a susurrar: —¡No hay nadie en la despensa!...

Relució de nuevo el violín... El mísero cuerpecito empezó a moverse, y el ruiseñor silbó otra vez: —¡Anda, Yanco, cógelo!...

Ya la blanca camisilla avanza hacia la despensa; ya no se destaca en el fondo obscuro de los arbustos; ya está rozando el umbral..., y al cabo de un segundo se borra su silueta, quedando tan sólo un piececito fuera, que al fin también desaparece.

Oyese ya dentro de la despensa la anhelosa respiración de aquellos pulmones... Es inútil que venga el buho a gritar de nuevo: —¡No lo toques!...

Las ranas, como asustadas, rompen a croar allá en el estanque; pero cesan en seguida, y cesa el ruiseñor de trinar y las hojas de susurrar. La noche se obscurece.

Entretanto, Yanco se arrastra por el suelo de la despensa, poco a poco, despacito, con un miedo atroz, que le crispa las manos y los pies y le hace silbar el aliento en la garganta...

Mientras estaba fuera sentíase como en su propia casa, como un animalito silvestre metido en un matorral; pero ahora, en la lobreguez de la despensa, le parece como si hubiera caído en una