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trampa. Un relámpago que cruza el horizonte ilumina de improviso la despensa y al chiquillo, que, caminando a gatas, avanza con la cabeza levantada.

Mas el relámpago se apaga, y la Luna se esconde tras una nube, y todo queda en las tinieblas.

De repente óyese un sonido lúgubre, triste, como si alguien tocara las cuerdas del violín, y... en seguida la voz recia de un hombre soñoliento que grita desde un rincón: —¿Quién es?...

Yanco suspende el aliento; pero la recia voz repite: —¿Quién es?...

Una cerilla se enciende, y..., ¡Santo Dios!, óyense golpes, gritos, sollozos; «¡Jesús, misericordia!» Y ladridos de perros, y voces, y ruidos por toda la casa, que se va alumbrando con las velas que acuden de todas partes, llevadas en alto por gente soñolienta.

Al día siguiente, Yanco fué conducido ante el juez. ¡Iban a juzgarlo como ladrón? Naturalmente.

El alcalde y el juez lo miraron de arriba abajo, rígidos y severos, cuando compareció ante ellos, chupándose el dedo, desencajados los ojos por el terror, chiquitín, macilento, molido a golpes... Pero ¿qué castigo darle, si aun no había cumplido los diez años, si apenas se sostenía de pie?... ¿Meterlo en la cárcel?... ¡A pesar de todo, había que tenerle un poco de lástima! ¡Ea! ¡Que lo coja el sereno y que le dé unos azotes para que se le quiten las ganas de robar!