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Y llamaron a Stach, el sereno.

—Tómalo por tu cuenta y procura que guarde memoria de su pecado.

Sacudió Stach la bestial cabezota, cogió al chiquillo como si fuera un gato y lo llevó debajo del brazo hasta el henil. Yanco no entendía ni una palabra de cuanto le sucedía; pero tenía un miedo cerval y no se atrevía a chistar; sólo miraba, miraba, cual pajarillo cogido en la red. Pero cuando Stach, después de tenderlo sobre el heno, le hubo dado con su correa brutalmente el primer golpe sobre las carnes, no pudo aguantar y gritó: —¡Madre!

Y a cada azote que le lastimaba el cuerpo gritaba el infeliz: —¡Madre!... ¡Madre!...

Pero con voz más acabada cada vez, hasta que, por último, enmudeció. ¡Pobre mísero violín destrozado!

¡Estúpido, malvado Stach! ¿Quién les pega así a los niños? ¡Y era aquél tan pequeño, tan enclenque y enfermizo! ¡Si apenas se sostenía!...

Fué la madre por él y tuvo que llevarlo en brazos; al llegar a casa lo acostó. Ya no se levantó más el pobrecillo. Al tercer día ya casi no respiraba, agonizando quietamente debajo de su raído cubrecama.

Chillaban las golondrinas al revolotear por entre las cerezas del huerto contiguo a la casita; un rayo de sol entraba por la ventana, abierta de par en par, iluminando con áurea claridad aquella ca-