becita hecha una borra y aquel semblante exangüe... Era el rayo aquel como un camino por el que el alma del angelito subía al cielo. Y era un gran consuelo que, al menos en el momento de la muerte, se le abriese aquella senda ancha y luminosa a él, cuya vida había sido un senderito tan angosto y tan lleno de abrojos...
Aquel pecho extenuado todavía respiraba un poquitín, y aquel lívido semblante parecía absorber aún la música que por la ventana entraba.
Anochecía; las mozas del villorrio regresaban de los prados cantando alegremente: ¡Oh, sobre la pradera, sobre la verde pradera!... Y del arroyo llegaba como un gorjeo, y la campana de la iglesia dulcemente tañía. Y Yanco, moribundo, escuchaba aquella música por la postrimera vez... Junto a él, sobre la cama, yacía también su violín de corteza.
De pronto la carita del niño agonizante se iluminó, y sus labios, en un temblor convulsivo, murmuraron: —¡Madre!
—¿Qué quieres, hijo mío?
—¡Madre! Dios Nuestro Señor, ¿va a darme en el cielo un violín de verdad?
—Sí, hijito; te lo dará, te lo dará—exclamó la madre.
A Pero no pudo decir más, porque el corazón se le despedazaba dentro del pecho.
—¡Jesús, Dios mío!—gimió la infeliz.
Y cayó desplomada sobre el baúl, estallando en desesperados sollozos, como una loca.