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teatros de abruptos peñascos, se extendían unos tras otros, siempre iguales, fastidiosamente uniformes, y era tal la severidad, la desnudez y la desolación de aquellos parajes, que ante ellos venían a la memoria los desiertos bíblicos.

Las tierras limítrofes de los lagos salados son estériles y ásperas; no tienen arbolado. El terreno, completamente calvo en inmensas extensiones, trasuda sales y potasa, o bien está cubierto de unas hierbas cuyas gruesas hojuelas destilan, al romperlas, un jugo viscoso y salado. El tránsito por aquellos parajes es triste y penoso, porque pasan semanas enteras y el desierto sigue sin fin, no divisando la mirada mas que extensiones siempre uniformes, siempre roqueñas.

Nuestras fuerzas comenzaban a agotarse; en las estepas nos rodeaba una uniformidad de vida; aquí, una uniformidad de muerte. La apatía fué adueñándose poco a poco de todos.

Pasamos el Utah. ¡Siempre las mismas tierras muertas! Entramos en la Nevada. ¡Igual! El sol quemaba de tal modo que nuestros cráneos parecían abrirse; sus rayos, reflejados en la superficie cubierta de sal, herían nuestras pupilas, mientras un polvo que flotaba en el ambiente, y que no se sabe de dónde venía, nos resquemaba los párpados. A duras penas podían las bestias de tiro proseguir adelante, y de vez en cuando caía una de ellas por tierra como herida por un rayo. La mayor parte de nuestra gente se sostenía sólo animada por la esperanza de que dentro de una o dos se-