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manas veríamos aparecer en el horizonte la Sierra Nevada, y detrás de ella la anhelada California.

Entretanto, transcurrían los días y las semanas en medio de penalidades cada vez mayores. En una semana nos vimos obligados a abandonar tres carros por carecer de tiro. ¡Era la tierra aquella, en verdad, una tierra de miseria y de infortunio!

En la Nevada el desierto era todavía más desolado y peores nuestra situación y nuestro estado de ánimo, pues nos vimos invadidos por diversas enfermedades. Una mañana me anunciaron que Smith se había puesto malo, y al acudir a su caITO, me encontré, horrorizado, con que el viejo tenía el tifus. No se puede impunemente cambiar tantas veces de clima. El continuo cansancio—jamás repuesto, a causa de los descansos demasiado breves y las penalidades de todo género desarrollan los gérmenes del mal.

Liliana se obstinó en querer cuidar a aquel viejo, a quien ella amaba como una hija, y que nos había echado las bendicienes el día de nuestras bodas; yo temblaba por mi esposa con toda mi alma; mas, por otra parte, no podía oponerme a que cumpliera sus deberes de buena cristiana.

Asistía al enfermo noche y día, ayudada por la Atkins y la Grossvenor, que imitaban su ejemplo.

Al segundo día perdió Smith el conocimiento, y al octavo exhaló su postrer suspiro en brazos de Liliana. Yo mismo le di sepultura, mojando con mis lágrimas los despojos mortales de aquel hombre,