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166 GINA LOMBROSO

Si legis los epígrafes destinados a conmemorar a los grandes hombres, si fijáis la atención en los epitafios que de- coran los mausoleos, ya de los antiguos columbarios roma- nos como de los cementerios modernos, doquiera la piedad de los vivos quiso eternizar ante el público una existencia pa- sada, en la forma que más deseaba el difunto, veréis recordar el talento, el ingenio y los triunfos obtenidos por el hombre en su vida profesional, mucho más que su inteligencia en ge- neral o las virtudes familiares que eran ornato de su corazón. Lo que es muy natural, porque la inteligencia general del hom- bre y sus virtudes privadas tienen para la sociedad mucha menos importancia que el trabajo de sus manos o los descu- brimientos que opera su cerebro; siendo fatal que así sea, porque la función que el hombre desempeña como marido, hijo y padre, desaparece en la sociedad ante la función que realiza como ingeniero, artesano o inventor. Pero si así caen las pesas para el hombre, no ocurre lo mismo con la mujer. A un hombre puede considerársele superior, con sólo que lo sea parcialmente, en su oficio, aunque en lo demás resulte moralmente inferior; mientras que no puede decirse otro tan- to de la mujer.

Si leéis la historia antigua, si escucháis las tradiciones populares o leéis la Biblia, y los poemas sacros y profanos, donde se hallan descritas esas mujeres que hicieron más me- lla en la imaginación del pueblo, y más admiradas fueron de sus contemporáneos y de la posteridad, veréis cómo se las en- salza principalmente por las empresas que fomentaron, las alegrías que proporcionaron a sus semejantes y las lágrimas que les evitaron, por sus cualidades estéticas y morales, por su altruísmo, por su virtud,

Y no se diga que eso depende de la circunstancia de no haber existido nunca mujeres grandes desde el punto de vis- ta intelectual. La mujer que crió la primera el gusano de se- da o añadió levadura al pan, las mujeres que inventaron los innúmeros labores de aguja, que ahora ya son tradicionales, y las que inspiraron las determinaciones de reyes y ministros, eran no menos grandes que los poetas y ministros que pa- saron a la posteridad nimbados de gloria. Esta no arroja su luz sobre los grandes talentos femeninos por la sencilla ra-