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lanzarse a la lucha, nombrar un juez, ciudadano de otro país, al que en este caso se le llama árbitro, para que estu- die el punto y decida de parte de cuál de los dos está la razón. De más está decir que lo que el árbitro resuelve es acalado por ambas partes.

En previsión de tener que recurrir algún día a esa gran injusticia llamada la guerra, las naciones sostienen fuer- zas militares que se dividen en dos grupos: el ejército y la armada. El primero es el encargado de la defensa del territorio; la segunda de la de sus costas y mares.

Se comprende que tanto el uno como la otra estén forma- dos por ciudadanos, porque ¿quiénes con más cariño y abnegación que los hijos de un país derramarán su sangre por defenderlo? Además, ¿no es también muy natural que sean ellos y no los extraños quienes defiendan a su patria en caso de ser atacada?

Para que, llegado el caso, todos los ciudadanos sean capaces de tomar las armas, se ha establecido el servicio militar obligatorio. En nuestro país todo argentino, al llegar a la edad de veinte años, debe recibir instrucción militar, sea en el ejército o en la armada, por espacio de uno O dos años.

— ¿No son esos los conscriplos? —- preguntó Manuel.

— Precisamente — respondió el profesor, — en cuyo nú- mero espero tener el gusto de verlos a ustedes de aquí a nueve o diez años, cumpliendo con el deber de todo ciuda- dano argentino: armarse en defensa de su patria.