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LA CALLE DEL EMPEDRADO

— Lo dices en broma, Sara; ADE no puedo creerlo. F Nx

— No soy yo quien lo dice, Fi » Amelia, sino este libro. j

— Será alguna chanza, sin duda.

— Mira, ¿hagamos una co- sa? Esta noche, cuando venga tu abuelito, se lo preguntamos, y así sabremos cuál de las dos tiene razón.

_ Al llegar a este punto dela omo: vicento Pide Léba anrda conversación las dos amigui- huestros mejores historiadores. tas fueron interrumpidas por un señor que, entrando a la pieza en el momento que su nieta (pues el anciano no era otro que el mencionado abuelito) pronunciaba las últimas palabras, se dirigió a las niñas diciéndoles:

— Veamos, pues, lo que quieren preguntarme. Gustoso aclararé las dudas que tengan.

— Vea, señor — dijo Sarita muy seria; —en un libro que me compró mamá para que estudiara los cambios experimentados por la ciudad de Buenos Aires desde su fundación, dice que a fines del siglo xvIH aún no se conocía aquí el empedrado, que el virrey Vértiz fué el primero en introducir. Muchos años después, según dice también ese libro, eran todavía muy pocas las calles empedradas, y en

-prueba de ello cita el hecho de que la actual calle Florida