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Los anales.—Libro I.

tín, parte fueron muertos por los centuriones y soldados pretorianos, mientras iban desbandados fuera de los alojamientos, y parte entregaron los mismos manipularios en testimonio de obediencia y fidelidad. Había acrecentado el trabajo de los soldados el invierno, venido antes de tiempo con lluvias continuas y tan crueles, que no podían salir de las tiendas para hacer sus conventiculos, y apenas defender las banderas que no se las llevase la tempestad y el agua. Duraba todavía el espanto de la ira celeste: que no sin causa perdían su virtud los astros y se arrojaban las tempestades sobre ellos, como sobre gente impla y desleal; que no había otro remedio para tantos trabajos que desamparar aquellos infelices y contaminados alojamientos, para después de haber recibido la absolución de sus ofensas, irse cada legión á sus presidios de invierno.

La octava fué la que partió primero: tras ella la quincena.

La novena gritó que quería aguardar las cartas de Tiberio; mas viéndose sola y desamparada de las otras, hizo de la necesidad virtud, dando muestras de partir voluntariamente. Y Druso, sin aguardar la vuelta de los diputados, viendo todas las cosas apaciguadas, se tornó á Roma.

Casi en los mismos días, y por las mismas causas, se amotinaron las legiones germánicas con tanta más violencia, cuanto eran más de número; y con gran esperanza de que Germánico César, no queriendo sufrir el ser mandado por otro, se entregaría á las legiones y con su fuerza lo llevaría todo tras sí. Estaban dos ejércitos sobre la ribera del Rhin: el que llamaban superior, gobernado de Cayo Silio, legado, y el inferior, de Aulo Cecina, aunque entrambos debajo del imperio de Germánico, ocupado entonces en recoger los tributos de las Galias. Las legiones que gobernaba Silio, irresolutas de ánimo, acechaban el suceso de las sediciones de los otros. Mas los soldados del ejército inferior cayeron luego en una rabia furiosa, comenzada por las legiones veintiuna y quinta; las cuales llevaron