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Horacio Quiroga
 

Salí tarde. El tiempo se componia al fin, y sin que el cielo se viera, el pecho libre lo sentía más alto. No llovía nás. El viento fuerte y seco rizaba el agua de las veredas y obligaba a inclinar el busto en las bocacalles. Llegué a Santa Fe y esperé un rato el tranvía, sacudiendo los pies. Aburrido, decidíme a caminar; apresuré el paso, encerré estrictamente las manos en los bolsillos, y entonces pensé bien en Díaz Vélez.

Lo que más recordaba de él era la mirada con que ne observó al principio. No se la podía llamar inteligente, reservando esta cualidad a las que buscan en la mirada mueva, correspondencia—pequeña o grande—a la personal cultura, y habituales en las personas de cierta elevación. En estas miradas hay siempre un cambio de espíritus: profundizar hasta dónde llega la persona que se acaba de conocer, pero entregando francamente al examen extranjero parte de la propia alına.

Díaz no me miraba así; me miraba a mi únicamente. No pensaba qué era ni qué podía ser yo. ni hubia en su mirada el más remoto destello de curiosidad sicológica. Me observaba, nada más, como se observa sin pestañar la actitud equívoca de un felino.

Después de lo que me contara Lugones, no me extranaba ya esa objetividad de mirada de loco. En pos de su examen, satisfecho seguramente se había reido de mi con el espantapájaro de su propia locura. Pero si afán de delatarse a escondidas tenía menos por objeto burlarse de mi que divertirse a sí mismo. Yo era simplemente un pretexto para el razonamiento y sobre todo un punto de confrontación cuanto más admirase yo la endemoniada perversidad del loco que me describíatauto mús rápidos debían ser sus fruitivos restregones